Por Susy Pint
Uno de los privilegios de vivir en el bosque es que, poco a poco, las
criaturas que residen en medio de estos parajes, no sólo se acostumbran
a tu presencia sino que, como en un cuento de hadas, tal vez alguno de
ellos decidirá que le caes bien, y nace entre él y tú una linda
relación. Esto sucedió conmigo y una de las aves que vive en esta parte
de nuestro fraccionamiento: un hermoso mulato azul (Melanotis
caerulescens). Estas son aves canoras que, a la suya propia, agregan
las voces de otros pájaros; la de los cenzontles, por ejemplo, e
incluso otros sonidos no relacionados con aves, como el timbre del
teléfono y... ¡hasta el maullido de un gato!
Y ¿cómo surgió esta historia?
Justo al salir de la cocina, se encuentra un frondoso roble en cuyas
ramas se posan los pájaros en su camino en busca de comida. Sobre el
suelo, en un espacio cubierto con cemento, comencé a poner trocitos de
la fruta que consumimos en casa con el desayuno. Tales delicias pronto
desaparecían gracias a la presencia de varias aves. Pronto también, me
di cuenta de que, lo que más les gustaba, eran el plátano y la papaya,
aunque también fue interesante notar que ignoraban completamente el
melón, la pera, etc. Poniendo atención, además de la presencia del
protagonista principal de esta historia, un día noté también la visita
frecuente de un zorzal gorjiblanco (Turdus assimilis) y la de un momoto
(Momotus mexicanus). Pero es así como comienza mi aventura con el
Melanotis caerulescens:
Un día salí de la cocina con el consabido platito con los trocitos de
fruta e, inesperadamente, esta ave decidió llamar mi atención posándose
en una cierta rama del roble, ofreciéndome sus mejores cantos en cuanto
abrí la puerta y, entre las notas de su canto, era obvio lo que había
en su mente: “¡fruta, por favor!”. Habiendo adivinado bien, le pregunté
con el platito en la mano, en posición de ofrecerle: “¡ahhh!… conque
quieres esto ¿verdad?”. El ave comenzó un gracioso ir y venir en la
rama, mirándome fijamente a mí, y luego al plato, una y otra vez.
La verdad es que imaginé que, quedándome ahí un poco, el mulato bajaría
a comer posándose en el plato, aunque eso no sucedió. Bueno, sabiendo
que los animales silvestres son bastante tímidos no me hice tantas
ilusiones, así que puse la fruta en el suelo, entré a la cocina y me
quedé parada bajo el marco de la puerta (que tiene un mosquitero) para
ver si bajaba estando yo frente a él. Sí lo hizo… y ¡soportó mi
presencia hasta que sació su hambre y se alejó!
¡Sí!... ¡Tenía un nuevo amigo!... ¡Me sentí la persona más afortunada
del universo!
Desde ese día, el mulato anunciaba su llegada con una hermosa serie de
cantos en la misma rama y el consabido ir y venir ahí, así como
el subir y bajar de una rama a otra. Los cantos del mulato pronto se
convirtieron en el anuncio de la llegada de la fruta para el zorzal y
el momoto que, en un momento dado, habían decidido formar con mi amigo,
un clan formal.
Estas reuniones se han estado llevado a cabo no sólo por la mañana,
sino también al medio día y cerca del anochecer. Y el anuncio en
general, claro, han sido los cantos del mulato, a quien terminé dándole
un nombre: El Pediche. Y aunque la verdad es que tal nombre no
resultaba para nada agradable ni simpático, otra verdad es que era un
nombre muy apropiado al caso. “¡Ah!… ¡Llega mi bombón pediche!”, me
decía con el corazón rebozando de alegría en cuanto escuchaba sus
cantos solicitando la fruta.“¡Hola, mi bombón pediche!”, lo saludaba
mostrándole el platito de fruta.
La presencia de estos tres personajes ha sido mi deleite de cada día.
Y, bueno, esos otros dos agregados debían llevar también un nombre: los
llamé Los Gorrones... un nombre muy apropiado también, creo. Pronto,
aprendí a reconocer la voz de mi Pediche y, en cuanto lo escucho,
empiezo a producir sonidos tan ridículos como tuit-tuit-, tac-tac, y
otros que me vienen a la cabeza, según yo, “parecidos” a los más
comunes en él. Curiosamente, él soporta tan bien mis ruidos que me
contesta.Y así, iniciamos la más ridícula charla que puedan ustedes
imaginar.
En una ocasión, estando cada uno en su rama, en cuanto salí con la
fruta, el zorzal bajó, justo a mis pies y, de inmediato, el momoto
decidió que él tenía prioridad y se lanzó sobre él. El pobre zorzal
huyó a la rama que fuera aunque, claro, las cosas pronto regresaron a
la normalidad.
En más de una ocasión ha sucedido lo mismo, con el momoto azuzando a
los otros.
Conté la historia a mis hermanas y, una de ellas, Lulú, me hizo un
comentario muy acertado: “¿Cómo es posible que le hayas dado un nombre
tan horrible a ese lindo pájaro que te hace tan feliz con sus bellos
cantos?… ¿qué te pasa? Él merece un nombre adecuado: Pavarotti, por
ejemplo, ¿no crees?”.
Lulú tenía razón. Pavarotti era el nombre justo para mi amigo de
delicado plumaje azul oscuro. Desde ese día mi saludo, obviamente, ha
cambiado a “¡Hola, Pavarotti hermoso!”.
Con el tiempo, Pavarotti ha aprendido a reconocer su nombre e,
igualmente, yo he aprendido a reconocer sus voces entre las de otros
mulatos. En ocasiones, simplemente salgo y grito: ¡Pavarotti!
¡Pavarotti! Y, si no anda muy lejos, de inmediato acude a mi llamado.
En cuestión de segundos el zorzal y el momoto aparecen también.
Durante este tiempo han sucedido algunas anécdotas muy simpáticas.
Un día, por ejemplo, estaba Pavarotti en su rama y, en cuanto
salí, el momoto arremetió contra él.
“¡Pavarotti, súbete a esa rama, rápido!”, le grité, señalando una
cierta rama. Pavarotti hizo lo que yo le decía, y le seguí indicando a
dónde seguir. El momoto se aburrió del juego y se fue a su rama
favorita en el níspero. Acto seguido, cada uno bajó por su fruta como
lo han hecho normalmente: uno a la vez. (Nota: Obviamente, no es que
Pavarotti haya entendido mis indicaciones. Todo eso ocurrió
naturalmente, aunque la manera como sucedió fue una graciosísima
coincidencia).
En otra ocasión, Pavarotti llegó imitando perfectamente los maullidos
de un gato (fue entonces cuando entendí que también pueden producir ese
sonido). Ahora, sucede que yo también puedo producir bastante bien esa
voz y, dado que nuestras “conversaciones” han sido algo normal, yo
también comencé a “maullar”. Confundido tal vez, Pavarotti, comenzó un
ir y venir desenfrenado en la rama, “maullando” más rápido mientras que
yo, claro, lo imitaba. La decisión final del ave fue huír y...
¡desapareció durante tres días! Bueno, aprendimos la lección: ni él ni
yo hemos vuelto a “maullar”…. por lo menos hasta ahora. Aunque si
algún día llega con otro concierto gatuno, haré que no lo escucho y
esperaré en silencio a que termine.
Mientras los días transcurren, siempre aprendo algo nuevo. Por ejemplo,
ahora entiendo que esos pájaros tienen muy bien definido su sentido del
gusto. Una mañana, les puse la fruta y sólo comieron el plátano.
Sorprendida, me pregunté cuál habría sido el problema ya que siempre
han comido todo muy bien. Dado, sin embargo, que esto ocurrió cuando el
tiempo de calor comenzaba, aunque no era muy obvio, la papaya (la cual
había partido en trocitos la noche anterior), aunque había estado
dentro del refrigerador, se había echado a perder por lo menos un
poquito. Quité toda la fruta, limpié bien el suelo y puse fruta recién
partida. Devoraron todo en un dos por tres.
Un día, Pavarotti llegó con una invitada (entiendo que una
hembrita). Tímidamente, ella lo siguió a comer la fruta; y poco a poco
ha aprendido a no temerme. Obviamente, le di el nombre de Luciana
(pronunciado “luchana”, claro). El momoto también en ocasiones llega
acompañado por una hermosa hembra. Y dado que todos aparecen a comer al
mismo tiempo, me pregunto si mi: “¡Pavarotti! ¡Pavarotti!” no
significará para el zorzal y el momoto: “¡el postre está aquí! ¡vengan
todos!”. (Definitivamente, aquí estamos hablando de “postre” y no de
“comida”, ya que la dieta principal de estas tres especies es a base de
bichos como lombrices, escarabajos, insectos, etc.). Y dado que éste es
ya uno de sus territorios formalmente establecidos, lo defienden muy
bien. El otro día, un pico grueso intentó unirse al comensal en turno,
y el zorzal (que es el tímido del grupo), al instante, lo puso “de
patitas en la calle”. Luego, hace unos días, estando en la cocina, vi
hacia el roble y… ¡una ardilla terrestre estaba cínicamente apoltronada
justo en el lugar favorito de Pavarotti para cantar en esa rama! Me
pregunté qué sucedería si Pavarotti... y... no terminaba de hacerme la
pregunta cuando Pavarotti le llegó por detrás y, como rayo, la ardilla
bajó. Pavarotti la persiguió hasta que la pobre desapareció entre unos
helechos. El último detalle curioso de mi Pavarotti sucedió hace unos
días, que me levanté un poquito tarde. Cuando entré a la cocina,
afuera, muy cerca, se escuchaba un mulato emitiendo repetidamente una
de las voces comunes en ellos. “¡No es posible que sea mi pollo
prácticamente tocando a la puerta!”, pensé. Sí, era él, ni más ni
menos, posado en un punto del lavadero que da justo a la ventana. Con
esto, claro, demostraba que entiende muy bien de dónde sale su postre.
¡Y lo feliz que se puso cuando por fin –¡y por qué hasta ahora!--
llegaba lo que tanto había estado esperando! (Aunque también me
pregunté si no habría sido ésa su manera de reprocharme por la tardanza
en salir).
Otro detalle interesante —y muy lindo también— es que, con la llegada
de la primavera, los cantos de Pavarotti son cada día diferentes y cada
vez más hermosos e incluso curiosos, pues al final de cada “copla”, a
veces inventa ruiditos muy simpáticos. ¡Y qué cosita más graciosa
cuando, todavía con trocitos de fruta en el pico, continúa cantando!
Y así, el tiempo pasa frente a nosotros, siempre con detalles fuera de
este marco de la realidad. De la mañana al atardecer, estoy siempre
atenta a la llegada de mi Pavarotti, aunque también espero ver a los
otros que, en general, nunca fallan. Y cuando alguno de ellos no
aparece… ¡siento que algo me hace falta!
Epílogo
Pero... ese acercamiento tan imprevisto, ¿llegó accidentalmente o hubo
un “algo” que lo hizo posible? Me gusta juguetear con la idea de que
esto ha sido el resultado de un acontecimiento sucedido en el pasado,
el cual dejó ese “algo” impreso en mi, relacionado con las aves: Cuando
vivíamos en Dhahrán, Arabia Saudita, un vecino nuestro, John Burchard,
tenía una hermosa cacatúa blanca de cresta amarilla (Cacatua sulphurea). Caminaba yo
cerca de su casa cuando vi a John paseando con el ave al hombro.
Fascinada, intenté acercarme a ellos pero, al instante, el ave levantó
la cresta y abrió las alas mientras producía un terrible sonido,
parecido al gruñido de los gatos cuando se enojan. John, claro, se
detuvo y me pidió alejarme. Más tarde, él me explicó que Rococó —que
era el nombre del ave— odiaba terriblemente a las mujeres (aunque
también a los niños). Sucedió después un hecho que yo solo podría
describir como mágico, el cual, entre otras anécdotas, narro en mi
libro Una Mexicana en Arabia. En suma, un día Rococó me amó más que a
nadie en el mundo, además de que me dejó para siempre un precioso
regalo: un pequeño toque de su afinidad, de su contacto íntimo con la
naturaleza, lo cual, en el caso presente, diría que fue lo que animó a
Pavarotti a confiar en mi. (¿Quieres conocer la historia de Rococó y
otras, sucedidas en Arabia? Aunque el libro se vende en librerías,
nosotros también lo tenemos a tu disposición aquí, en Pinar).
Text and Photos © 2021 by John & Susy Pint unless
otherwise indicated.
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